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Si Silicon Valley no es una burbuja, ¿por qué saltan todas estas alarmas?

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Becarios que ganan medio millón al año en empresas que no generan beneficios... ¿y si todo estuviera a punto de explotar?

La Reina Elizabeth I tenía un cuerno de unicornio: según la leyenda, lo guardaba en el vestidor Real y era tan valioso como un castillo. El Papa Clemente VII también tuvo el suyo y lo decoró con oro para recordar que estaba ante un símbolo de Jesucristo.

En realidad, se trataba de colmillos de narvales que los vikingos traían del norte del Atlántico y vendían a los cresos de la Europa renacentista. Vendidos como cuernos de unicornio podían acercar a Dios, tener poderes mágicos o valer diez veces su peso en oro. La realidad daba igual. Las catedrales, los palacios y los monasterios pagaban por ellos porque compraban más que un colmillo. Compraban posibilidades infinitas.

Más de 500 años después, los unicornios se han convertido en la nueva obsesión de Silicon Valley. Así es como llamó la inversora de riesgo Aileen Lee a la raza superior de las start-ups tecnológicas: las que se valoran en más de mil millones de dólares antes de salir a bolsa.

Las favoritas de los inversores. Las que marcan el ritmo y el tamaño de la economía en la meca tecnológica. Antes eran una rareza. La excepción.

Cuando la revista Fortune alertó, este enero, de que estábamos viviendo La Era de los Unicornios, eran 80. Ahora son 144, valorados en total en prácticamente medio billón (con b) de dólares, según la consultora CB Insights.

A la cabeza está la imbatible Uber (51.000 millones de dólares), y le siguen la gallina de los huevos de oro Snapchat (16.000), Dropbox (10.000) y Spotify (8.500). No todas han conseguido ser rentables aún, pero no por ello dejan de atraer dinero. Las grandes inversoras pagan porque compran algo más que su parte de una idea. Compran posibilidades infinitas.

Pero por cada inversor que persigue un unicornio hay un puñado ahogándose de vértigo. En febrero, un mes después del artículo de Fortune, las búsquedas de burbuja junto a Silicon Valley empezaron a dispararse en Google y, para septiembre, se habían multiplicado un 100%.

Los titulares especializados empezaron a volverse monotemáticos. Hoy, la burbuja es la última obsesión del lugar que acaba de ver la mayor creación de riqueza de la historia. ¿Cuánta de esta bonanza será real? ¿Cuánto queda para que termine la fábula? Y ¿cómo va a afectar al mundo cuando eso pase?

"Si hay una burbuja, lo que sufrirá con casi toda certeza es el sector inmobiliario de San Francisco, y eso tendría un torrente de consecuencias", calcula Vikram Mansharamani, profesor de la Universidad de Yale, experto financiero y autor del libro Boombustology, sobre la creación de burbujas financieras. "Los fondos responsables de estas inversiones sufrirían y eso podría llevar a ramificaciones mucho más serias de lo que podemos imaginar hoy". Otra pregunta que plantea este supuesto: ¿quién está a salvo?

El club de los nuevos ricos.

Los rumores llegan a Silicon Valley en pleno arrebato de euforia.

Facebook está fabricando una nueva macrosede diseñada por Frank Gehry. Apple piensa meter a sus 12.000 empleados en un descomunal diseño de Norman Foster. Y Google pretende ampliar su sede con paredes y suelos reubicables a través de robots.

Esta cultura de lo espactacular y el dispendio se ha ido forjando con los años. En 2012 salió a la luz un grupo secreto entre los primeros empleados de Facebook llamado T. N. R. 250: The Nouveau Riche 250. En él, los 250 principales empleados de la red social, enriquecidos por las acciones que habían aceptado como sueldo, debatían qué hacer con su dinero: si comprar barcos, aviones o islas.

En esa época, una fiesta de Halloween para lanzar una aplicación incluyó acróbatas, tigres y demás animales salvajes para fotografiar.

Hoy, los acróbatas se encuentran hasta en las fiestas de cumpleaños de quienes no son necesariamente ejecutivos. Llenan sus restaurantes de cinco de estrellas cada noche. Una cena de fin de semana puede incluir un vuelo exprés a Dublín a visitar pubs.

A finales de mayo, el gobierno de EE.UU. colgó una herramienta en Internet que permitía consultar los salarios asociados a cada petición de visado de trabajo.

Como Silicon Valley suele emplear talento extranjero, fue fácil ver que las cifras del sector tecnológico se habían vuelto más estratosféricas de lo que parecía. Un trabajador de Apple podía ganar 112.000 dólares anuales de media. Uno de Netflix, 260.000. Si se sube a los jefes, estamos hablando de salarios entre 406.000 y 800.000.

En 2014, otra filtración reveló que algunas empresas pagan 7.000 euros mensuales a sus mejores becarios, cubriéndoles incluso el alojamiento. Snapchat ha llegado a ofrecer 500.000 dólares anuales a los estudiantes de la Universidad de Stanford para que dejen los estudios.

Los ingenieros son las nuevas estrellas de Hollywood. Muchos de ellos tienen, de hecho, representantes que gestionan todas las ofertas de trabajo que reciben constantemente. Algunos, se cuenta, se pasean por casas en venta con un cheque en blanco en el bosillo. Lo cual tampoco es baladí: dada la afluencia de capital en el valle, el precio del alquiler en San Francisco se ha multiplicado por dos en los últimos cinco años. Ahora es más caro que el de Manhattan.

Silicon Valley es, en definitiva, un mundo que no tiene ninguna gana de oír la palabra burbuja.

¿Los 2000 han vuelto?

"Lo que tienes que hacer es fijarte en cómo eran las cosas en 2000", jadea Christopher Thornberg al teléfono mientras le bombea gasolina a su coche en una estación de San Francisco.

Fundador de la consultora Beacon Economics, a Thornberg se le achaca el haber detectado antes que nadie la burbuja inmobiliaria que provocó la crisis económica de 2008. La mirada se le va a aquel trágico marzo de hace 15 años, cuando la burbuja de las puntocom –los unicornios de entonces–, que llevaba hinchándose desde 1997, terminó por ceder. Se evaporaron seis billones –de nuevo, con b– de la economía estadounidense.

El índice Nasdaq cayó en una espiral comparable sólo a la del Dow Jones durante el crash de 1929. Varios de los protagonistas de aquella generación, que se habían hecho ricos rápidamente y habían ocupado portadas de revistas con sus visiones del nuevo mundo y los nuevos sistemas económicos que alumbraría Internet, perdieron sus fortunas en cuestión de horas.

Fue un suceso traumático en el valle, un bofetón de realidad en un lugar donde las utopías jipis del San Francisco de los sesenta todavían cuentan como motor empresarial. La inversión privada se desplomó. Cuando, en su primera ronda de financiación, Uber logró 11 millones de dólares en 2011 fue una noticia rompedora.

"La situación es completamente distinta ahora", prosigue Thornberg, ya desde el asiento de su coche. "El dinero es mucho menor. Y es dinero más inteligente. En aquella época podías ganar 30 millones de dólares sólo por hacer una página web. Las inversiones son proporcionales a los beneficios. Apple es la empresa más exitosa del capitalismo, Amazon y Google hacen mucho dinero… Twitter no, pero ahí tienes una excepción", concluye, resumiendo el argumento más vehemente de quienes opinan que hablar de burbuja es puro alarmismo.

Hay un debate cada vez más ruidoso entre quienes temen una burbuja y quienes no la ven; quienes sienten que deben alertar al público y quienes no quieren alarmar a los mercados. Los acusados de alarmismo están acostumbrados a contestar a los acusados de negacionismo: "El mercado es mucho más grande que en 2000: las personas con conexión a Internet son ahora miles de millones, no cientos de millones", comenta Mansharamani, el profesor de Yale. "No digo que no pueda haber exuberancia irracional entre una cantidad selecta de aplicaciones, pero la industria tecnológica, las empresas y los mercados siempre dicen: "Esta vez va a ser diferente". Rara vez lo es".

Las alarmas.

A Orion Hindawi le pasó una cosa curiosísima el pasado septiembre, cuando buscaba unos 120 millones de dólares en financiación para su start-up de ciberseguridad: los mismos inversores que el año anterior valoraron su compañía en 900 millones de dólares le preguntaron cuándo pensaba reportar beneficios. "Muchos de los donantes empiezan a estar nerviosos", le contó, atónito, a The New York Times.

A mediados del mes pasado, HotelTonight, una web de reservas hoteleras que se había lanzado en 2011, dio otra noticia inusual: pensaba despedir a 37 empleados para ajustar sus ingresos reales con sus gastos. "Es la decisión correcta", decía Sam Shank, el fundador, en un comunicado. "Debemos tener nuestra economía en orden".

Días después, Snapchat recibió otra novedad curiosa: su principal inversor, Fidelity Investments, había bajado su valoración un 25%: de 30,72 dólares por acción a 22,91. No era la única ese año: la corporación Black Rock también había bajado su valoración de Dropbox un 24%.

Todo esto son sólo anécdotas. Ataques de esceptismo en un mundo de euforia. Pero, de ser algo más, representarían al menos un cambio radical de actitud. El detonante de un efecto dominó imparable. Hay una probabilidad alta, que no una certeza, de que el estallido de la burbuja se quede solamente en Silicon Valley. Si la burbuja se desparrama, no sería en todo caso como la última crisis financiera. "Hay mucho menos dinero en juego que en la crisis inmobiliaria de 2008. Esto afectaría sólo a los ingenieros que hayan aceptado acciones de sus empresas como parte de su sueldo", barrunta Mansharamani.

En el valle todos siguen metidos en su business as usual. No son más que toses del sistema, alegan. Formas que tiene de autorregularse. De equilibrarse. Los grandes (Apple, Amazon y Google) siguen dando dinero: todo puede seguir como hasta ahora. Quizá se pueda seguir siempre. Quizá Silicon Valley haya conseguido lo que el océano nunca logró: que, de tanto hacer creer a los demás lo que venden, los unicornios se han convertido en una realidad.

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TECNOLOgíaEL PAÍS DE MADRID

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